Mi amigo el Che | por Ricardo Gadea Acosta

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Cuando la revolución verde oliva liderada por Fidel, Raúl y el Che, enfrentaba los atentados y sabotajes de la contra promovida por Estados Unidos, a mediados del 60, con 20 años,  llegué a estudiar a Cuba, el primer pueblo latinoamericano que había logrado derrotar al ejército profesional mediante las guerrillas. 

Uno de mis primeros amigos en Cuba fue el Che. Dos o tres veces por semana, generalmente por las tardes, Ernesto pasaba por la casa de mi hermana Hilda, donde yo estaba alojado, para visitar a su hijita Hildita que tenía entonces  apenas 4 años.

Con su uniforme de faena, acompañado por su escolta de combatientes de la Sierra,  se tomaba un respiro de sus recargadas tareas, para jugar con su pequeña. Nos encontrábamos en la casa. Así pude establecer una amistad familiar y  fraterna con él.

La primera vez que nos vimos, él vestía el uniforme de campaña del ejército, con pistola al cinto y su inseparable cigarro en la mano derecha. Joven, poco más de 30 años, algo menos alto de lo que me había imaginado, de contextura mediana, un tanto encorvado, de tez blanca y pálida, con una barba rala. Parecía muy cansado

Apenas me vio y supo que acababa de llegar, sonrío amistosamente y me dijo con un acento argentino familiar:

–¿Tú eres el que juega ajedrez? Ahora no tengo tiempo,  otro día a ver si nos echamos una partidita… Me hacés recordar al Pototo, mi hermano menor…

Seguramente sabía lo del ajedrez por Hilda. Me sorprendió la ocurrencia. Yo sí conocía que a él le gustaba mucho el ajedrez, me lo había dicho su padre. Entre los libros y revistas que Hilda envió a Lima desde México, el 56, descubrí una colección de revistas de ajedrez publicadas en Guatemala. Sus subrayados y anotaciones, me habían servido para estudiar. Evidentemente eran suyas.

Ernesto era un ameno conversador, mordaz e irónico. Le interesaba el Perú, recordaba la terrible pobreza de los campesinos, que había palpado durante sus viajes. No se explicaba cómo no se levantaban contra esa situación, pensaba que el alcohol y la religión frenaban la protesta. Seguía con atención las ocupaciones de tierras y el movimiento campesino de La Convención, en Cusco.

También conversamos mucho sobre la Argentina que conocí cuando vivía y estudiaba  en la ciudad de La Plata y sobre su padre, al que frecuenté en Buenos Aires. El 58, el Viejo Guevara era Coordinador del Comité del Movimiento 26 de Julio en Argentina y me captó como activista para la solidaridad con la guerrilla de la Sierra Maestra.

Era un apasionado de la poesía. Conocía los clásicos españoles. Me mencionó algunos poetas franceses que yo no conocía. Había leído a Vallejo y a Neruda. Poseía  una memoria formidable porque se acordaba de algunos versos  y poemas, que intercalaba en la conversación.

A Ernesto sobre todo le encantaba recitar largas estrofas de los clásicos poemas gauchescos argentinos Martín Fierro y  Don Segundo Sombra. Para él constituían un desahogo y una reafirmación de sus códigos morales y su identidad.

Una tarde, de pronto, se irguió y en voz alta, con ademanes de poeta pueblerino, le recitó a Hildita, que lo miraba asombrada:

Aquí me pongo a cantar

Al compás de la vigüela,

Que el hombre que lo desvela

Una pena extraordinaria

Como la ave solitaria

Con el cantar se consuela…

Otro día, al llegar, me extendió una hoja de papel doblada que tenía en el bolsillo de la camisa,  me pidió que la leyera y le diera mi opinión. Eran cuatro versos, escritos por él, sencillos y directos. Me gustaron mucho.

Claro que me pareció inimaginable que un dirigente como él destinara tiempo a escribir poesía en medio de la vorágine que vivía el país en esos momentos. Nadie me lo creería. Así se lo dije.

–No es para tanto, Ricardo. La vida encierra muchos secretos…–, me respondió con complicidad.

Y le gustaba el ajedrez, por supuesto, coincidimos recordando al gran maestro Miguel Najdorf, con quien ambos habíamos jugado alguna vez  simultáneas. Me recomendó ir al Club de Ajedrez de La Habana, que quedaba cerca de la Universidad. Jugamos algunas partidas muy rápidas entre nosotros, era muy buen jugador, pero no tenía tiempo que dedicar al juego ciencia.

Recuerdo que me contó que cuando le preguntaban si era jugador de ajedrez él contestaba burlonamente:

–¿Jugador de ajedrez? No. ¡Ex – jugador de ajedrez!

Me divertí mucho con lo que me contó Gina, mi sobrina de 13 años, que vivía  con Hilda y que siempre acompañaba a Hildita en las salidas con su padre a su casa o a su oficina. Cuando no había testigos, el Che ponía música bailable en la radio y se ponía a bailar largo rato con Hildita y Gina. Con una sonrisa pícara, mi sobrina comentaba:

–Quiere coger el ritmo pero es desorejado, chico…

En esa época iba todos los días a almorzar a la casa de Hilda, Harold White, profesor norteamericano, notable estudioso del marxismo. Con él nos quedábamos horas de amena sobremesa. En forma paternal me orientaba sobre las lecturas que debía hacer y trató de ayudarme a entender la teoría de Marx. Yo no sabía que esa misma labor la había hecho Harold, con Ernesto e Hilda, en Guatemala, en los primeros meses del 54.

Cuando le conté a Ernesto que conversaba con White, me preguntó de qué hablábamos. Le dije que me interesaban los principios del marxismo y como rebatir el espacio – tiempo histórico de Haya de la Torre – teoría que conocí durante mi fugaz paso por la Juventud Aprista.

–Qué bien –me dijo–. Harold es un gran tipo. Un gringo bueno. Sabe de marxismo, no repite los manuales como los loros, conoce los clásicos. Ahora hay muchos expertos en marxismo que solo repiten el catecismo. Si no lees a Marx nunca entenderás el marxismo…

Conocer a Ernesto tan cercanamente, marcó mi vida para siempre. Ha sido para mí un privilegio sin igual. Agradezco a la vida esta circunstancia que me permitió aprender de su lucidez combatiente, de su fe en los hombres y en el socialismo.

9/ Octubre/ 2020

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